¿Lesbiana o bollera?
Así daba comienzo la mesa redonda coordinada por Social Good e impulsada por la Consejería de Política Social, Accesibilidad, Igualdad y Diversidad del Cabildo de Gran Canaria el pasado 18 de junio con motivo del Orgullo LGTBIQ+.
Fui invitada a participar junto a grandes referentes como Lorenza Machín, Ángeles Blanco y Cristina P. Álvarez, con la moderación de Alba Boek. El encuentro, celebrado en el célebre Castillo de Mata —tan íntimo como acogedor—, buscaba visibilizar las vivencias y diversidades de las
lesbianas desde una mirada interseccional… ¡Y vaya si lo conseguimos!
Desde el inicio se percibían, casi podían tocarse, las miradas diversas y, al mismo tiempo, profundamente conectadas en torno a algo tan esencial como reconocernos. Por un lado, estábamos quienes defendíamos con firmeza el concepto de lesbiana; porque nadie es asesinado al grito de “gay” ni humillada al grito de “lesbiana”. No. Son, precisamente, las palabras “maricón” y “bollera” las que preceden a esa primera punzada de miedo, a ese instante en el que comprender que quien eres no encaja con lo que el mundo espera de ti. Sin embargo, una de nuestras compañeras defendía la necesidad de revertir el sentido de la palabra “bollera”, del mismo modo que el conocido dúo español Nebulossa lo hizo con ese “Zorra” que tantas hemos escuchado como castigo. Nos invitaba a reflexionar sobre cómo, al apropiarnos de ella, reivindicamos nuestra identidad en toda su plenitud.
Sin duda, durante aquella tarde, las intervenciones más emotivas vinieron de la mano de Lorenza Machín. Ella, escritora, actriz y activista social, galardonada en 2019 con el Premio Simone de Beauvoir de la Red Feminista de Gran Canaria y el Premio Meninas 2020, nos transmitió con total transparencia su relato de vida. Una mujer que, con gran fervor, nos contaba cómo se vio obligada a cumplir con el mandato patriarcal representando, a lo largo de casi 40 años, el canon de lo que se supone ha de ser una “buena” fémina. Lo hizo hasta que decidió tomar las riendas de su vida, con 58 años. Tanto es así que con 60 años, nos decía, conoció lo que era verdaderamente el amor junto a Carmen Cazorla, quien la admiraba entre las personas invitadas allí presentes, y con la que se casó en 2019.
A medida que avanzaba en su relato, Lorenza subrayaba la necesidad de crear espacios seguros para las personas mayores del colectivo: aquellas que han tenido que ocultarse durante gran parte de su vida y que, justamente cuando deciden vivir en libertad, se encuentran solas en el proceso.
Reivindicó la creación de entornos libres de prejuicios, donde poder envejecer con dignidad y sin renunciar a la propia identidad. Mencionó las residencias de mayores heteronormativas y expresó sus dudas sobre si estos lugares podían ofrecerle a ella y a su pareja el bienestar necesario en el momento de precisarlo.
Por su parte, Ángeles Blanco, quien se configura, entre otras cosas, como integrante de la Sección de Discapacidad del Colegio de Abogacía de Madrid, desplegando su desempeño profesional a favor de las personas con discapacidad y personas LGTBI en un diálogo constante entre experiencia personal y su trayectoria profesional, nos hizo aterrizar en cuestión de segundos.
Si ya encontramos cientos de piedras en el camino por ser mujer, ¿de qué tamaño será el muro al que nos enfrentamos si a ello sumamos una discapacidad y, además, pertenecer al colectivo? Ángeles, con su tesón y una fuerza arrolladora, nos relató la cantidad de obstáculos que ha tenido —y que sigue teniendo— que sortear para vivir en igualdad de derechos, no solo frente a sus colegas de profesión, sino también como parte de una sociedad que cada día nos recuerda quiénes deberíamos ser… y quiénes no somos.
A sus 23 años, fue víctima de un delito de odio que marcó profundamente su vida y la impulsó a convertirse en una defensora comprometida de la visibilidad y los derechos de las personas LGTBI+. Esta experiencia transformadora la llevó a involucrarse activamente en la lucha contra la
discriminación y en la promoción de la igualdad. Así nos lo hizo saber a quienes la escuchábamos con el corazón encogido y, al mismo tiempo, bombeando con la fuerza de quien hace de su historia un testimonio de resiliencia, valentía y compromiso con la justicia, y continúa siendo una fuente de inspiración para muchas personas que luchan por la igualdad y la dignidad.
No menos inspiradoras fueron las reflexiones que nos dejaba Cristina, educadora social y responsable del grupo de Políticas lésbicas de la FELGTBI+, en cada una de sus intervenciones. Con un carácter arrollador, una amplia capacidad comunicativa y quien reivindica tan solo con su presencia y expresión, nos hizo partícipes del origen desde el que partió el 26 de abril, Día de la Visibilidad Lésbica. Ella, que formó parte del diseño y la creación de aquel día que se ha convertido en símbolo de nuestra identidad como mujeres del colectivo, nos contaba con gran sentido del humor que no hubo una motivación significativa al escoger aquella fecha. Fue, sin más, un grupo de personas deseosas de existir, las que consideraron la viabilidad de aquel 26 de abril por no solaparse con otras fechas importantes – 8 de marzo, 17 de mayo, 28 de junio –. Desde 2008 su idea, junto a la de sus otras compañeras, fue la de dar voz a quienes durante tanto tiempo habían sido silenciadas incluso en el mismo colectivo. No importaba el día. Lo único importante fue crear un espacio en donde las mujeres pudieran gritar, alto y fuerte, que también existen desde este otro prisma.
Y llegó mi turno. Quise aprovechar aquella tarde de confesiones para poner sobre la mesa, nunca mejor dicho, una realidad que observo a diario en el desempeño de mi profesión como trabajadora social en un servicio de atención integral a mujeres víctimas de violencia de género en el que acompaño, también, a mujeres vinculadas afectivamente a otras mujeres por las que sufren violencias basadas en la distinción de roles. Sí, así es. Porque recuerden que los roles de género, vinculados desde la prehistoria a nuestro sexo, no son más que comportamientos aprobados culturalmente que nos limitan o nos proveen de privilegios, según se mire.
Si bien es cierto que el rol de género masculino (poder, privilegios) se asocia habitualmente a personas nacidas con pene, y el rol de género femenino (sumisión, cuidados) a quienes nacen con vulva, ocurre —más veces de las que pensamos— que personas nacidas con vulva con expresión de género masculina, con el único —y fundamental— objetivo de sentirse validadas socialmente, llevan esa expresión a su máxima potencia, que no es otra que asumir comportamientos marcados por un machismo propio del patriarcado. Esto, que también se observa en relaciones entre hombres, perpetúa la desigualdad en cuanto a roles de género y, por tanto, sistematiza distintos tipos de violencia contemplados en la normativa actual, siendo estas violencias aún invisibilizadas dentro del propio colectivo.
Cabe destacar que existen ya precedentes legales que reconocen como víctimas de violencia de género a personas que mantienen una relación con alguien del mismo sexo. Una interpretación claramente justa y necesaria por parte de los tribunales.
No quisiera concluir este artículo sin dedicar unas palabras a las mujeres trans, que dentro del colectivo enfrentan algunas de las mayores dificultades a lo largo de todo su proceso vital. En mi labor como trabajadora social —profesión que asumo con orgullo y en todo mi ser— acompaño
frecuentemente a mujeres trans, muchas de ellas migrantes en situación irregular y, con frecuencia, en contextos de prostitución. Son mujeres que sufren violencias sistemáticas y atroces, especialmente para aquellas que aún creen que las mujeres trans no experimentan el mismo tipo de
violencia que las mujeres cisgénero. Enfrentan además una violencia estética desproporcionada, que en innumerables ocasiones les cierra el acceso al ámbito laboral. Son mujeres completamente vulnerables, sin protección alguna, pues aún hoy se cuestiona su propia existencia. Es, sin duda, una realidad que configura un horror absoluto.
De cualquier modo, y atendiendo a la pregunta inicial, ser lesbiana es mucho más que un término, es una diversidad que reclama visibilidad, respeto y espacio propio. En un mundo que insiste en encasillarnos, debemos alzar la voz para que todas las realidades sean reconocidas, celebradas y protegidas. Solo siendo protagonistas y referentes, dejando atrás prejuicios y estigmas, construiremos un futuro donde amar libremente deje de ser una batalla y se convierta en un derecho garantizado para todas.